Una dulce pantera, a la que llamo compañera del alma,
me recrimina que sea tan sucio
cuando estoy triste.
Mancho. Pongo todo perdido
de lagrimas, dolor y miedos,
y lo llamo poesía.
¿Por qué no escribes, me dice,
cosas alegres?
Y yo no sé contestarle.
¿Cómo explicarlo?
Es fácil desangrarse
sobre un papel, en el momento
o el día gris de los arañazos.
Pero el sol cotidiano,
el día a día luminoso
de su compañía,
no lo comparto con nadie,
ni dejo que se me escape
como el aire del suspiro
o la sangre de la herida.
Acumulo su tacto,
recopilo su risa,
me guardo su mirada dulce
con la avaricia del niño
que cogía conchas de la arena.
La humedad del beso
y el calor de su compañía
me acompañan,
los abrazo fuerte.
Me hincho de amor
como un globo
y sólo a veces,
solo a veces,
me permito derramarme
en caricias por su piel,
vaciarme por completo,
hasta que me encuentro lleno,
empalagado de vacío.
Y entonces, no, no escribo.
Entonces, me acerco, la abrazo.
En la intimidad azul de nuestro cielo.
Listo para llenarme de nuevo.
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